
Reseña de Villacañas Berlanga, José Luis, La revolución pasiva de Franco, Madrid, Harper Collins, 502 pp.
Álvaro Castro Sánchez
Posiblemente la Guerra Civil y el Franquismo son los periodos de la Historia de España más estudiados y desde perspectivas más diversas, sobre todo desde que a partir de los años noventa se disparase el número de publicaciones, tanto aquellas que atienden a las historias locales de la guerra y la represión, hasta las que se abrieron hacia los estudios culturales y de género o los apoyos sociales del golpe y de la dictadura. También hay buenas biografías de muchos de sus protagonistas, comenzando por Franco. Por ello, parecería que a estas alturas poco cabe decir novedoso a nivel general sobre sus procesos o coyunturas, sus actores principales, su sociedad o su lugar en el ámbito internacional. Sin embargo en este libro de José Luis Villacañas, que parte de la inspiración proporcionada por ideas filosóficas de enorme repercusión en la historia política universal, su autor ha sabido repensar buena parte de toda esa literatura, sobre todo la que guarda más relación con la historia social, política y económica del régimen franquista y su legado tras la Transición.
Con ello, consigue ofrecer un relato novedoso que promueve la reflexión tanto para un público especialista como para otro más abierto. El libro tiene como hilo conductor la vida de Franco y se ordena en dos grandes partes. Una está inspirada bajo la reflexión que Nicolás Maquiavelo ofreció fundamentalmente en El Príncipe para pensar las condiciones que conducirían a un condottiero (figura principal del mercenario militar tardomedieval) a alcanzar el poder e instituirse como un príncipe nuevo. La segunda, aborda la consolidación de dicho poder a través del paso analizado por Antonio Gramsci de la guerra de posiciones a la revolución pasiva en la conquista del poder político.
La revolución pasiva es una perspectiva que sirve para entender la modernización de los países que no han pasado por una revolución política de corte jacobino (p. 201). Revolución sin revolución, el propio autor lleva el concepto más allá de Gramsci (quien lo habría tomado de Vicenzo Cuoco y Benedetto Croce) y señala como dicha conquista puede ser decisiva e irreversible. Tal victoria consistiría en la consolidación de un Estado a favor de los grupos dominantes que cuenta con una base popular mayoritaria y su análisis traído a la España de los últimos noventa años es tan necesario que sin ella no se puede entender ni la Transición ni las primeras décadas de la democracia, aprendizaje o enseñanza del que debería de tomar nota toda (auto) reflexión política actual.
Uno de los méritos de este filósofo, que ya nos tiene acostumbrados a la calidad de sus investigaciones de carácter histórico, es el diálogo crítico, a veces explícito y otras implícito, con los historiadores más relevantes del periodo, de los que muestra un conocimiento amplio y actualizado. Pero los materiales primarios de los que se parte no son solo trabajos de índole académica, pues a lo largo del libro destacan otras fuentes, comenzando por las autobiografías, las cuales usa con la precaución de quien sabe que en la mayoría de ellas se produjo todo un ejercicio de transformación de la negra realidad acontecida en un relato gris que ha enturbiado durante mucho tiempo un conocimiento más objetivo de la vida intelectual e institucional del Régimen. A ellas hay que añadir recopilaciones de documentos jurídicos, la tratadística económica, obras literarias o cinematográficas.
Siempre “empresario de sí mismo” (p. 28), el psiquismo de Franco (aún bajo el riesgo de una interpretación excesivamente subjetivista o psicologista de sus intenciones) es retratado con agudeza y se convierte en un factor explicativo clave, como ya han hecho sus biógrafos más importantes. Con una moral estereotipada que daba poco lugar a los escrúpulos y en constante guerra personal contra todo, dicha psique encaja mucho más en modelos clásicos de comportamiento, como el del condotiero, que en cualquier subjetividad de corte moderno. Es desde ella por donde el autor repasa acontecimientos clave con la guerra de Marruecos, las vicisitudes de la II República, el golpe militar, la guerra… hasta llegar al Tardofranquismo, la Transición y los gobiernos del PSOE y PP.
Acorde con los crecientes estudios sobre la represión durante la guerra civil a manos del bando sublevado contra la II República, Villacañas señala el carácter preventivo de la masacre perpetrada. Fue necesaria una lenta limpieza política en la retaguardia (p. 64) para consolidar un Estado nuevo definitivo. Llevada a cabo por militares no solo africanistas, sino muchos de ellos nacidos en las colonias perdidas en 1898, el resentimiento y el desarraigo fueron necesarios para quienes, como por ejemplo ya puso de relieve Paul Preston, concibieron la guerra española como otra guerra colonial. Tras esta, la dictadura instituyó el hambre y el miedo como los aliados fundamentales en la “paz de Franco”. En tiempos de guerra mundial esto le permitió, junto a su juego de mus tanto con los países del Eje como con los aliados, contar con un pueblo sometido y dispuesto a ser educado bajo las reglas de la decencia del tradicionalismo católico. Educación, que como se sabe, fue paralela a la institución de un régimen que hizo de la corrupción una forma de paga y en el que los sobornos y los favores personales fueron otro factor clave para su sostén y supervivencia. En ese sentido, Villacañas señala como la nueva nación se formó fundamentalmente de servidores nuevos, comenzando por los de Falange, pues Franco desconfiaba de los viejos ya que sabía que los más fieles son aquellos que te lo deben todo y que no deben de “dar nunca la posición por ganada” (p. 94).
En su desactivación de la disidencia interna al propio Régimen, marcada por la tensión entre monárquicos y falangistas, la prebenda jugó un papel primordial como vía de domesticación de todos, comenzando por el partido fascista. Otro, las “concesiones ideológicas a cambio de impotencia política” (p. 102), que inevitablemente se maridaban con la primera. De tal modo, Franco consiguió sustentar su régimen en la expectativa. Bien la de los monárquicos, bien la de los falangistas, la Iglesia o los militares, que siempre fueron su principal apoyo.
Por otra parte, si algunos estudios (como los de Antonio Polo o Salvador Cayuela) han puesto de relieve que la biopolítica franquista fue uno de los rasgos más propios que la dictadura adoptó de los totalitarismos, Villacañas analiza con detalle la política autárquica también desde esa perspectiva, que se fijó en la Italia de Mussolini e de la economía un arma de guerra y no un elemento de desarrollo. Esto cambió a finales de los años cincuenta, cuando los prohombres del Opus Dei comandaron los planes de desarrollo que encabezaron la revolución pasiva necesaria para estabilizar definitivamente el estado franquista. En ese sentido, toman especial protagonismo en el libro quienes deben de tomarlo: López Rodó, Mariano Rubio, Fernández de la Mora, etc., así como el papel de EE. UU. y el lobby norteamericano que previamente José Félix de Lequerica logró construir en su apoyo. Después, dentro de un proceso de berlanganización de la política española, sería el turno de los Fraga, Fernández-Miranda, Juan Carlos de Borbón, Suárez o Carrillo.
La revolución pasiva de Franco comenzada en 1959 solo pudo ser posible gracias al previo exterminio del contrario directo, la neutralización política de las familias que integraron el Movimiento y las victorias que Franco consiguió en el ámbito internacional. En cierto sentido, suena a ironía de la historia que fuese el dictador quien acabara llevando a cabo el sueño orteguiano de vertebrar España y europeizarla, bajo los modelos de Konrad Adenauer y el general De Gaulle. Su principal éxito fue la consolidación de una mayoría silenciosa que sobrevivió a la propia dictadura y que venía conformándose desde sus primeros tiempos. Aunque la revolución pasiva, si bien se alcanzó en lo económico logrando realizar el viejo proyecto de Ramiro de Maeztu de un capitalismo católico moderno, quedó incompleta en lo político y lo cultural, por lo que el Estado siguió careciendo de la “base popular de obediencia voluntaria debida y justa” (p. 472). Esa fue una tarea que quedó pendiente para los tiempos democráticos. Estos han sido el fruto de una reforma desde arriba en la que no hubo un “momento de piedad” para las víctimas abandonadas en las cunetas y en la que dicha base pareció alcanzarse con el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política en noviembre de 1976. Sin embargo, se fue prefigurando un sistema bipartidista protegido por una Constitución “blindada” frente a reformas y en la que no hay ninguna apelación a la capacidad plebiscitaria del pueblo. Será con el gobierno de Felipe González cuando parecerá cerrarse el proceso de normalización de una democracia madura en la que sin embargo, van a pervivir algunas de las herencias más arraigadas del franquismo, esto es, la corrupción y la impunidad de los verdugos, ambas reforzadas con los gobiernos de Aznar. Solo desde ahí se puede pensar el hecho de que la población española siga sumida en la apatía política y que las instituciones democráticas vivan un proceso de desprestigio en el que hay que seguir pensando la herencia franquista.
Publicado originalmente en el nº60 de la revista Historia Actual Online (Invierno, 2023).