Cuando por la mañana temprano, con el primer trinar de los gorriones, pasea a su perro doscientos metros corriendo, saluda a las caras que la siguen desde las ventanas, pero los ojos tras el cristal la evitan. Sólo otros atribulados dueños de mascotas devuelven el saludo desde lejos, porque tampoco los perrillos pueden saludarse entre ellos.
Cuando pasea por la noche, los pájaros dormidos en las ramas, otros doscientos metros corriendo, los perros ladran -envidiosos o paranoicos- desde sus balcones. El silencio más absoluto acompaña sus pasos apresurados, un silencio que palpita en una tenue sensación de alarma. Tiene algo parecido al miedo. Un temor inespecífico, a nada en concreto; una inquietud atávica que convierte el placer del breve paseo en un disfrute apresurado, prohibido, culpable, envuelto en una sorda urgencia por volver a la cueva, a la casa.
Pasea sin mascarilla, respirando el aire limpio de tubos de escape y restallar de motocicletas. Sintiendo el frescor sobre la piel o un poco de brisa moviendo el pelo alrededor de la cara. Respira oyendo los latidos de su corazón, revisando con la mirada el largo vacío de la avenida bajo las farolas de luz amarilla, que arrojan su foco sobre el asfalto húmedo y desierto. Su perro, de árbol en árbol, no hace ruido. El estruendo al cerrarse la puerta del bloque la persigue escaleras arriba.
Una vez terminado el día, ya no puede dormir. Cuando de madrugada se acoda en el balcón, oye como caen algunas hojas de los naranjos al suelo. Ya el azahar perfumó las calles deshabitadas, ya la lluvia llenó las aceras de flores marchitas como una nevada sucia, ya pasó la primera luna llena de la primavera. Un cuco marca el paso de las estrellas. Un gallo canta al paso
de las horas. Un torcaz insomne zurea arrullándola. Desde el tendido eléctrico que cruza la calle, una lechuza vuelve hacia ella sus ojos redondos reconociendo a otra ave nocturna. La silueta del pavo real sobre el tejado de la vecina es una sombra sobre la oscuridad. Su canto, tal parecido al de Kevin de la película “Up” – ¿o quizá le pusieron a Kevin el canto de un pavo real de verdad? -, rompe la noche como una risa. Siempre le hace sonreír.
Un día en el supermercado, la vecina le contó que había tenido que arrancarle unas plumas de las alas para que no volara, los vecinos se habían quejado porque les molestaba su canto. Por lo menos no se va lejos y así no lo envenenan, que la gente tiene muy mala idea. Ya ves tú, qué molestará el pavo real, si no molestan los gallos, ni los cucos, ni las palomas; ni los loros que silban como personas o las perdices que noséquién tiene enjauladas en la terraza.
Lo mismo ahora los vecinos se quejan del silencio. Porque el silencio suele incomodar cuando no sobrecoger. Y el mundo entero está tan solo, tan replegado, tan en suspenso que se oye como las hojas de los árboles chocan contra la acera.
Lourdes Montori Dosta.