
Hace unos días, y gracias a mi amigo Juan Jesús, vi el precioso documental de la cineasta Agnès Varda, Los espigadores y la espigadora, donde las protagonistas son las personas que recolectan -o rebuscan, como decimos en Andalucía-, una práctica que siempre ha existido en las comunidades rurales desde tiempos inmemoriales, previos al consumismo. Una práctica con la que las familias ayudaban a su sustento en una tierra en la que la mayoría era jornalera dependiente del trabajo de sus brazos en los cortijos de los grandes propietarios. Y una práctica que siempre estuvo perseguida y castigada por los mismos que se habían apropiado de las tierras comunales en las que la rebusca -de leña, de frutos, de hierbas medicinales…- era un derecho y podía ejercerse libremente. Privatizadas las tierras comunales que habían sido propiedad del común de los pueblos, ya podían contar los señores con mano de obra barata y sumisa.

Las espigadoras. François Millet. Musée D´Orsay
Varda nos muestra todo lo que las personas siguen recolectando: aquello que las máquinas dejan en la tierra tras la cosecha, frutas y verduras imperfectas que no valen para la venta o que se tiran en las grandes superficies o en los mercados, objetos que se reciclan, chatarra que se recicla, materiales desechados que los artistas incluyen en sus obras… Lo que es desperdicio para el capitalismo es vida para mucha gente. Y nos muestra la estupidez y el perjuicio del consumismo, a la vez que la belleza de la acción de “espigar” -como se llama en Francia, su país, a la rebusca-. Esa belleza está en todos los seres humanos que nos muestra y está en la propia Agnés, recolectora ella misma de imágenes, de historias, de experiencias y de emociones.
Estupidez. La regla dorada de la estupidez, según señala el historiador Carlo Cipolla en su ensayo Allegro ma non troppo, consiste en perjudicarse a uno mismo y a quienes lo rodean. Así, estúpidamente. Y esto es precisamente lo que han hecho las personas responsables del vertido en el río Retortillo denunciado por nuestra revista. Porque en lugar de decidir contaminar este paraje natural, acabar con su fauna, desperdiciar y convertir nuestro río en basurero podían haber optado por otras decisiones: avisar a las gentes para que fuesen a recoger la naranja y a llevársela gratuitamente; donarla a residencias, hospitales y comedores sociales; regalarla a los ganaderos para sus animales; llevársela a las industrias que fabrican mermeladas y a las que producen bioplásticos…

Foto de las aguas contaminadas del río Retortillo. Archivo de Cazarreyes
Pero no. Las personas que decidieron contaminar el río tomaron la decisión más estúpida, porque estúpido es creer que esta forma estúpida de tratar lo que nos rodea no va a tener graves consecuencias. Es más, estoy segura de que su estupidez es tal que, si llegan a leer esto que escribo, esas estúpidas personas pensarán que es estúpido lo que digo. Y aquí viene la regla de platino de la estupidez, que no es de Carlo Cipolla sino mía: que raro es el estúpido que no es estúpido al cuadrado.
@rosamariagarcianaranjo