La infancia, en aquella maravillosa época a la que siempre querríamos volver, los niños jugábamos mucho, algunos días hasta bien entrada la noche.
Todos los niños teníamos un lugar preferido donde realizar nuestros juegos; “El Muro”, era el nuestro.
Solíamos saltar una alambrada parecida a la que conforma el redil que encierra al ganado, tras cruzar una zona llana poblada de hierba crecida y salvaje, llena de espígas, jaramagos y bardanas, plantas todas ellas numerosamente habitadas por caracolillos pegados como lapas, que dejaban ver el cristalino de sus babas; allí estaba, “El Muro”.
Alto, grueso, frio, derruido en su parte superior a causa de la caída del tejado, roído como un cartón por un roedor en su lateral derecho, deteriorado por su antigüedad y abandono, lleno de desconchones que dejaban ver con claridad el fraguado de su obra.
“Nunca hacía calor cerca del muro”
Si lo observabas desde lejos, podías ver que su cumbre estaba rematada por palmeras, cuyas hojas, se habían convertido en lloronas a causa del peso de sus datileras bravías completamente llenas.
En su parte más baja, aun conservaba el acerado original de cemento, muy desmejorado y manchado de un rojo dantesco; – pero resistiendo-
Sobre esa cara de la acera jugábamos, arrastrándonos con la velocidad de los coches de juguete y las canicas, provocando el desgaste de las posaderas de nuestros pantalones cortos, e hiriéndonos las rodillas con gran satisfacción. La intensa luz del sol provocó que pudiéramos ver asombrados una perla metálica, achatada por su impacto contra el muro; era una bala, “una bala”
En esa infancia en la que todos queríamos ser pistoleros de doble cartuchera, héroes de batallas bélicas, defensores y justicieros a la vez, encontrar una bala era como un descubrimiento arqueológico, – como menos –
Ya solo pensábamos en competir entre nosotros sobre quien conseguiría sacar más balas de los numerosos agujeros que el muro tenía en sus capas más externas. Nos ayudábamos con navajas y hierros puntiagudos para forzar su salida. “Olé, olé, yo tengo más que tu”, nos decíamos alegremente para avivar la competición.
Con el paso del tiempo, ya de crecidos adolescentes, hurgando en nuestra memoria y acompañado por los relatos populares la conclusión resultaba evidente, el muro había sido utilizado durante la Guerra Civil, como desfiladero de personas detenidas, quienes fueron cruelmente ejecutadas mediante el método de fusilamiento realizado se supone, por un pelotón de soldados; de ahí la particularidad, de que, la mayoría de los orificios que el muro tenía; sin duda, provocados por el choque de los proyectiles, se encontraran a una altura determinada del suelo; entre los ciento veinte y ciento ochenta centímetros; sombreando al muro como un colador y decorándolo como si de un vestido de lunares asesinos se tratase.
Suelen las balas al atravesar el cuerpo humano llevarse consigo un recuerdo de él; bien sean, restos óseos carne, piel o cabellos; esto último es lo que algunas balas tenían; pelos del fusilado que adornaban a la criminal perla con un fúnebre mechón.
“Nunca hacía calor cerca del muro”
Ni siquiera en el agosto estival, quizás se mantuviera en él la frialdad cadavérica de los ejecutados. Fueron muchas las veces que pensé volver al muro y pegar mi oreja sobre alguno de los agujeros, intentando escuchar lo que pudieran decirme los finados:
SOY ANTONIO, ESTE ES MI AGUJERO
Y ESTA ES MI BALA
Cuando pude hacerlo, ya sobrepasada la mayoría de edad, el muro había sido derribado.
La historia nos cuenta que son muchos los pueblos que tienen un muro como este, no sé si tan afortunado como para haber amparado el juego de niños inocentes.
DAVID ÁNGEL ÁLVAREZ RIVERO
Relatos con Sosa Cáustica.- “Realidad o ficción”
Que casualidad que ese muro fuera mi lugar de juego en la infancia ,y ya de mayor cuando me entere de su historia…..escalofriante