Si hay un rasgo que me hastía del actual uso de las redes sociales, como Facebook o los grupos de WhatsApp, es la proliferación de memes, vídeos o pequeños textos malintencionados que falsean total o parcialmente la realidad a la que refieren y que consiguen difusión gracias a su capacidad para movilizar las afecciones o emociones de quienes los reciben. Caracterizadas por la impulsividad, la ausencia de reflexión o el afán de protagonismo, dichas redes se convierten en auténticos canales de propaganda y manipulación política. No obstante, esos rasgos también se dan en la comunicación política en sentido más tradicional (mítines, declaraciones, debates parlamentarios, ruedas de prensa…), hoy día repletos de “posverdad”.
Difundido desde los noventa, el concepto de posverdad hace referencia a un tipo de mentira emotiva construido con la intención de influir en opiniones y actitudes sociales. Lo que diferencia la posverdad de la verdad es que la primera prioriza los efectos subjetivos o emocionales de los receptores sobre la racionalidad de lo que se dice y la fidelidad a los hechos. Se trata de que la apariencia de verdad convierta las frustraciones, anhelos o cualesquiera emociones primarias de los receptores en apoyo social del grupo político emisor o directamente, en rédito electoral. Así, la posverdad se diferencia de la falsificación de la verdad y de la propaganda, porque no está en el plano de lo que es verdadero o falso, sino en el emocional, más allá de la verdad o la mentira. Por ejemplo, cuando Casado o Rivera han acusado a Sánchez o a diputados de ERC de “golpistas” o “alta traición” no lo han hecho para que el público evalúe su verdad o mentira, sino para apelar directamente a emociones de sus fieles -en vías de dejar de ser lo…-. Otro ejemplo es cuando se acusa de “ideología de género” a políticas de igualdad o a reivindicaciones del LGTBI desde una visión dogmática e insostenible, desde un punto de vista histórico o antropológico, del modelo de familia: no se trata de que la gente desentrañe si es o no ideología, sino de acentuar el sentido peyorativo de tal palabra. Del mismo modo, en la cabecera de la web de Vox pone: “nunca hemos vivido de la política”, pero su líder lo ha hecho siempre.
Si bien esto no se aleja de las viejas técnicas de propaganda y control de la opinión al estilo fascista y populista (la estetización de la política de la que ya hablaba Walter Benjamin), hoy cuentan con un tremendo aliado en la inmediatez, el anonimato y falta de reflexión que promueven las redes sociales, donde el insulto o la búsqueda de impacto del post propio (en términos de “me gusta”, ese medidor contemporáneo de la existencia), están muy por encima del debate o del intercambio o flujo de información.
No pensamos que los partidos o grupos de izquierda sean ajenos al uso de la posverdad -por ejemplo, cuando se llama “fascista” al partido Vox, cuando en sentido estricto no lo es, o se habla en nombre de un “pueblo” más imaginado que real-, e incluso a derivas reaccionarias que abandonan la razón en favor del relativismo, la pseudociencia o la religión. Pero se ha hecho referencia a partidos de centro, de derecha o ultra-derecha porque la intención de este artículo es plantear la reflexión acerca de este tema a partir de un texto bastante desconocido que la filósofa Simone de Beauvoir (1908-1986) escribió en los años 50 sobre el pensamiento político de la derecha y que a mi juicio, de forma brillante -si bien hay que tener en cuenta el contexto en el que se escribió- adelanta las estrategias discursivas descritas por parte de los intelectuales de derecha, que equiparó a intelectuales burgueses.
Su texto, “El pensamiento político de la derecha”, es de 1955 y fue publicado en español por Edhasa en 1971. En el mismo se aborda la relación de la derecha con la verdad. Diez años después de terminar la Segunda Guerra Mundial y desde una perspectiva existencialista, señalaba que el miedo era la clave para entender las posiciones o mutaciones de la derecha a lo largo del siglo. Miedo al comunismo, a las ideas progresistas, a los problemas o contradicciones del capitalismo, al extranjero, a la libertad de los demás, a que mañana sea distinto a hoy…, y sobre todo, a lo que en su obra más conocida, El segundo sexo (1949), llamó “trascendencia”. El conservadurismo sería una preferencia por la “inmanencia”, por el quedarse como se está, lo cual es algo más propio de cosas que de sujetos que tienen la responsabilidad (también moral) de hacer la vida trascendiendo la opresión de las normas sobrevenidas desde la sociedad.
Era coherente con su militancia comunista en favor de la URSS, la cual abandonaría tras el aplastamiento militar de la revolución húngara de 1956, que de Beauvoir considerase que el fascismo fue la última esperanza burguesa ante la “liquidación de su clase”: la ideología nazi fue la conversión del pesimismo en voluntad de poder. Y lo que a la altura de 1955 le pesaba a la burguesía era su derrota, pues ya no tenía defensa ante la incertidumbre futura, incrementada entonces por el proceso de descolonización por parte de los países no alineados en la Guerra Fría y la entrada de nuevos actores en los movimientos sociales y revolucionarios (Cuba, Vietnam, Argelia). El optimismo burgués del siglo XIX, tornó en pesimismo a comienzos del XX: de protagonista de la historia, la burguesía conservadora se percibió a sí misma destinada a la fatalidad en el contexto de la conformación del capitalismo de monopolios y de avance de la “amenaza obrera”. Así, todas las ideas y posiciones políticas que enarbola la derecha del siglo pasado parten del miedo a un enemigo: si este no existe, habrá que inventarlo, porque si no su entidad de sujeto se viene abajo. Ahí entra en escena el papel de sus intelectuales y su uso de la hipérbole, pues las conquistas de la clase obrera se equiparaban con el “fin de la humanidad”.
Elaboradas bajo el signo de la derrota, la derecha se caracteriza por fabricar explicaciones psicologistas de los pueblos y por vincularse al pasado y al futuro desde el “idealismo”, obviando la realidad. Se niega la lucha de clases cegándose ante ella, negando “en bloque la realidad” y sustituyendo a esta por ideas, cuya configuración elabora arbitrariamente, a su antojo, ya que no le importa la verdad, sino los efectos psicológicos que refuercen sus propios intereses. De ese modo, la derecha se define siempre de forma negativa, contra otros, a partir de lo que los otros sí son. Y de Beauvoir supo darse cuenta, incluso con anterioridad a la renovación de la extrema derecha en términos neofascistas, que su gran preocupación a partir de entonces sería el extranjero: como hicieron con el proletario, defienden una realidad en la que estos no existen. Es por eso que la palabra “intelectual” siempre tiene para ellos un sentido peyorativo, porque cuando se siente fuerte, cambia el argumento por la violencia, verbal o física. Con ella, trata de convencer a los otros de que defendiendo sus intereses, defienden los de todos “nosotros”. Su pensamiento es un “contrapensamiento” que prefiere “condenar a la humanidad al absurdo, a la nada, antes que ponerse a sí mismo en discusión”. No le importa la realidad material, sino la moralidad y las “reacciones subjetivas”. Así, el obrero no es víctima de un sistema o un modo de producción, sino de su resentimiento, de una deficiencia en su actitud ante la vida, de modo que el activismo se compone de “reacciones subjetivas” y la revolución es una manifestación de la frustración.
Ya lo había dicho Toynbee: el proletariado es un estado de ánimo. De tal modo, para el intelectual de derechas, solo es cuestión de un cambio de mentalidad, de darse cuenta del orden natural y jerárquico de las cosas, acusando de “materialista” al que se permite tener hambre. Ahí reside la necesidad de recurrir a eso que hoy en día llamamos “posverdad”. Pues en los teóricos burgueses, las ideas no reflejan el objeto pensado, sino la mentalidad del sujeto pensante, su catadura moral y su estado de ánimo. Así, “el hombre de derechas”, rechaza todo saber sistematizado y empíricamente probado en favor de la experiencia vivida: “no quiere otra garantía de su verdad que la calidad de los elogios que la propagan”. Si bien no renuncian a cierto racionalismo, el vocero de derechas siempre concede a lo irracional lo que sea necesario para imponer su autoridad. Por ello, sustituyen la esencia democrática de la razón trascendental y universalista, como por ejemplo representa la ciencia, por relaciones tenues y objetables. De ahí su gusto por la “analogía”: Lenin era César, el Islam es como el comunismo o Abascal don Pelayo.
En un pasaje totalmente esclarecedor sobre la actual cultura emprendedora, la filósofa señalaba como en EE.UU. ya se depositaban muchos esfuerzos en que los oprimidos se ocupasen en transformar la mentalidad y no la situación que les oprimía. A través del Big Business y las Public Relations, las elites se esfuerzan en propagar entre los explotados los slogans que interesan a los explotadores: la realidad material de la situación obrera se disimula tras la mistificación moral y afectiva. El proletario no es proletario, sino ciudadano norteamericano y, si así no se identifica, pronto se le considera un anormal, para el que también se ha inventado toda una “terapéutica de liberación”. Todo se reduce a la cuestión de ser un creativo emprendedor o no. Para los segundos, están las pastillas o la terapia, pero para los primeros, Beauvoir no pudo verlo, el doping.
Simone de Beauvoir no era la primera comunista francesa que se acercaba al análisis de los intelectuales burgueses. Bastantes años antes, su amigo Paul Nizan, que murió en Dunquerque, escribió un texto demoledor bajo el título de “Los perros guardianes” (1932) en el que cargaba contra la filosofía institucional francesa y su idealismo. De Bergson a Alain, de Brunschvicg a Marcel, los grandes popes de la filosofía académica participaban de los mismos encubrimientos que denunció de Beauvoir. Para ellos, el 14 de julio solo representaba el comienzo de las vacaciones. ¿Lo será también para los futuros filósofos posmodernos?
- artículo escrito por Álvaro Castro, que adelanta parte de un capítulo de su próximo ensayo sobre la actualidad de la extrema-derecha.