1. Escribió Baudrillard que Disneylandia principalmente servía para ocultar a todos los norte-americanos que su país entero era precisamente como Disneylandia (Cultura y simulacro, 1977). Una “América” en micro en la que se reflejaban todos sus placeres, sus valores, sus contradicciones, sus conductas… El parque existe como simulacro, como sistema de signos de lo real en la que esta se ve suplantada por los mismos y en cuyas atracciones se olvida, de hecho, eso que realmente sustituye o disimula. Usuarios en un mundo imaginario, espectadores gozosos de lo que otros construyen. Los modelos preceden a los hechos, las pantallas, al mundo: todo es verdad y al contrario.
Debord fue más allá al percibir el espectáculo integrado en la realidad, describiendo (en La sociedad del espectáculo y después, en sus Comentarios a la sociedad del espectáculo) como del ser se pasó al tener, y del tener, al parecer, como forma de relación social primordial (aquella que siempre queda mediatizada por imágenes). En el espectáculo integrado, ni hay origen identificable (el Estado, una ideología política, etc., como ocurría en el espectáculo concentrado de la propaganda comunista), ni nunca antes se había logrado administrar las conductas de la población con tal grado de determinación y previsión. Eso daría lugar a una época de primacía del ojo en la captación de “lo real” en un escenario, siguiendo a Zafra (Ojos y capital, 2015), en el que las tecnologías de la imagen “nos hacen ver” sin dejarnos ver “el poder que las sustenta”.
Confundidos, actuamos a la vez como espectadores que como actores. Así, una marca de nuestro presente, unido a ese “ocularcentrismo”, sería la necesidad absoluta del instante, una sed insaciable de ahoras, que se traduce en procrastinación perpetua a través de nuestros perfiles y usuarios -virtuales, físicos- en la que lo real ya no aparece. Porque aunque lo hiciese, nuestro bloqueo empírico, nuestro empacho de signos, impide la localizacion, asimilación y reflexión necesaria como para hacernos una “imagen” estable y concreta.
2. Me pregunto si el espectáculo que, a través del incesante “ocultar mostrando” (Bourdieu, Sobre la televisión, 1996) de los noticiarios y las redes de circulación “informativa” acerca del coronavirus, no nos hace vivir nuestra propia Disneylandia. Y si en ello no anida una oportunidad para conocernos mejor.
Es decir, si la situación de angustia en la que nos sitúa no corresponde también a una hipérbole exacta de lo que venimos siendo que posibilita que, como situados frente a un espejo, nos miremos a la cara. Porque hace patente, por la vía de la exageración, una realidad que ya era. Confinamiento; atomizados en nuestras casas y solos con nosotros mismos; preferencia de relación a través de la imagen en red; ausencia de espacio público y encuentro con Otros en la calle; división de clases en creciente desigualdad; sobreesfuerzo y riesgo de los trabajadores; control estatal, mercantil y vecinal; el deseo frente a la necesidad; prejuicios y miedos frente a los demás; sometimiento en la violencia cotidiana de algunos espacios domésticos; dominio mercantil de las tecnológicas en un mundo que ya es on-line.
Pero también aflora lo contrario: la necesidad de vernos, tocarnos, olernos; los impulsos de solidaridad, de responsabilidad moral por los demás, de apoyo mutuo; el darnos cuenta de que en el fondo, las redes virtuales aburren; de que las condiciones medioambientales o el sistema agroalimentario son insostenibles; que nos necesitamos, que solamente las redes estables de sociabilidad en lo carnal -familia, amigos, vecinos, clase- nos salvan.
3. En el simulacro, en el sistema de signos que disimulan la realidad, insisto que existe una oportunidad epistémica. Y ética, de análisis reflexivo brindado por la oportunidad que tenemos, quizás tras mucho tiempo, de escucharnos en silencio y reflexionar ante este mundo congelado en un ahora. Oportunidad que no puede dejarse distraer por el sistema informativo que oculta mostrando el origen de la pandemia, la falta de previsión y medios en la sanidad pública, las verdaderas consecuencias económicas -en términos de beneficios para unos, precariedad exasperante para muchos- que esto traerá. Pues los poderes fácticos acuden, como siempre, a las mentiras que les son útiles. Llamando a la “guerra” contra el virus, cuando quienes más luchan y se arriesgan son sanitarios desarmados; llamando a que “todos juntos” salimos de esta, lo que recuerda a aquellas llamadas a las “uniones sagradas” de la Primera Guerra Mundial en la que eran los pobres y la clase trabajadora los que realmente saltaban primero la trinchera. Porque el “todos juntos” con sentido humano no era el del Estado francés, sino el de Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht llamando a la deserción y a la unión de todos contra los artífices de la guerra. En identificarlos y hacerlo nos jugaremos lo que seremos cuando salgamos de esta.
Un artículo de Álvaro Castro Sánchez
Excelente