
Mira al cielo buscando la luna oculta bajo unas nubes negras y espesas. Respira hondo, es la hora. Demasiado frío, pero es fuerte y la determinación del oficio, hace el resto. Lleva tanto tiempo haciendo lo mismo que se es fácil dejarse engullir por la bestia, hasta convertirse en una sombra más.
Como siempre el silencio es espeso fuera, pero el ruido truena por dentro. El amanecer apenas un rumor imperceptible, una esperanza etérea, un soplo de aire fresco que siempre llega para marcharse después de la hora maldita.
Un gato cruza a su espalda, como una ráfaga huraña, en otro tiempo su piel se habría erizado y el miedo se habría apoderado de ella, pero cuando llega el momento, cuando se hace tantas veces lo mismo, el miedo pasa a ser accesorio.
Ha llegado a su destino, llama al portero automático, el desconocido estará arriba hambriento de sexo mercenario, lujurioso, quizás borracho y engañado, por efluvios melifluos y esa errónea percepción de que el dinero lo cura todo, pero no hay nada que cure las heridas del alma.
—Sube— dice una voz robotizada.
Dama respira hondo, cuenta hasta diez y no dice nada. De camino se acicala un poco mientras cruza el angosto pasillo. Saca un pequeño bote de perfume y se deja acariciar por su sortilegio, con su olor dulzón, incluso molesto, pero es lo único que le ayuda a aislarse, es como un amuleto de protección, un fetiche contra la incertidumbre. Se sube un poco más la falda y golpea con los nudillos la puerta, no pasan ni quince segundos hasta se abre.
—Pasa.
No le apetece decir nada, y con determinación le señala el cuarto de baño. El desconocido sabe de sobra lo que debe de hacer. Mientras, ella se desnuda y se tumba en la cama. Sólo le consuela que el tipo podría ser peor.
Está amaneciendo, coge el dinero de la mesilla sin despedirse. Baja las escaleras y hasta que no sale a la calle, no se siente libre. El sol empieza a despuntar sobre los tejados, hace más frío que en la noche, pero le da igual. Hay cosas peores que una mañana gélida, incluso prisiones más temibles que las que no tienen barrotes.
Un relato de Rafael García León